El seductor encanto de un objeto hecho a mano tiene una profunda raigambre evolutiva: mientras más esfuerzo percibimos que ha sido invertido en algo, más lo valoramos y deseamos.
PROBABLEMENTE a usted le ha pasado. Llega a una fiesta con un traje, una camisa o un vestido nuevo y, de golpe, se percata de que otro de los asistentes tiene exactamente la misma prenda. Usted mira al suelo buscando dónde esconderse o intenta seguir caminando con dignidad mientras piensa, secretamente, “tragarme tierra”. Lejos de tratarse de una reacción infantil, inmadura o frívola, diversas investigaciones han comprobado que el ser humano presenta una tendencia natural a preferir las cosas exclusivas por sobre lo que, percibe, ha sido fabricado en serie.
Se trata de una percepción que todos compartimos y que tiene una profunda raigambre evolutiva: valoramos el esfuerzo de las cosas que son hechas a mano, por sobre lo que nos parece ha sido elaborado en grandes cantidades. La idea no tiene nada de descabellada si consideramos que, hasta antes de la Revolución Industrial, todo lo que el ser humano fabricaba se realizaba manualmente. Dicho de otro modo, mientras las tareas esenciales para nuestra supervivencia se automatizaban velozmente, nuestros procesos mentales no lo hacían con la misma rapidez.
Por eso las cosas demasiado sencillas o rápidas nos parecen “sospechosas” y por eso también el vestido o la camisa que -según nosotros- la otra persona nos copió en la fiesta, nos causa tanto rechazo. Para el economista del comportamiento de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard, Michael Norton, el fenómeno se explica por la relación mental que el ser humano establece entre el esfuerzo y la calidad. Una idea que comenzó a ser elaborada a comienzos de los años 60 tras un famoso experimento realizado en la Universidad de Stanford.
El efecto Ikea
Los sicólogos Douglas Lawrence y Leon Festinger diseñaron una jaula donde ratones de laboratorio podían acceder a una recompensa de comida al escalar una rampa de 50 centímetros, la que días más tarde se cambió por otra rampa de sólo 25 centímetros. Para sorpresa de los científicos, las ratas se mostraban más ansiosas por conseguir la recompensa cuando la dificultad era mayor; cuando la tarea era fácil, parecían desganarse mucho más rápido.
El año pasado, Michael Norton decidió diseñar una nueva prueba para testear los efectos de este fenómeno, conocido como “efecto Ikea”. Pero, según relata en un artículo publicado en Harvard Business Review, esta vez el experimento fue en seres humanos. Varios grupos de voluntarios tenían que llevar a cabo diversas tareas manuales: desde ensamblar aburridas cajas hasta realizar entretenidas figuras de origami. Luego, todos tenían que participar en una subasta donde sus productos competían con los que habían sido elaborados en serie. Nuevamente, los investigadores se sorprendieron. La gente tendía a ofrecer más dinero por las cosas que percibían habían sido hechas manualmente, sin importar que algunos origamis que se estaban subastando fuesen, en realidad, papeles arrugados sin ningún valor.
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